Pérez Prado: El día que entrevisté al ‘Rey del mambo’

México DF, diciembre de 1971

Leí en El Universal que en la Carpa México se presentaba el músico cubano Dámaso Pérez Prado con su orquesta. Las carpas en México nacieron como una alternativa para que el pueblo pueda acceder a espectáculos artísticos de categoría a un precio muy bajo. La Carpa México tuvo mucho prestigio en el DF porque allí empezaron artistas que luego se convirtieron en ídolos, como Mario Moreno, Cantinflas.

Pérez Prado fue el rey de un ritmo pegajoso, fascinante y enloquecedor, cuya autoría se la autoatribuyen los hermanos Israel Cachao y Orestes López, sus paisanos. A este ritmo, Pérez Prado lo llamó mambo, cuya base es el danzón cubano. Según los estudiosos, el mambo es una fusión del jazz norteamericano con ritmos afrocubanos.

Mambo es una palabra africana que usaban los cubanos cuando no estaban de acuerdo con algo, como por ejemplo, los ofrecimientos que hacía algún político para que voten por él. Cuando no le creían, exclamaban: ¡Eso es un mambo!

Fue en 1946 que Pérez Prado conformó su primera orquesta con gran cantidad de instrumentos metálicos, bongós, timbales y maracas, al estilo de las big band norteamericanas, pero con ciertas diferencias que le daban un sabor muy especial.

Cuando esto empezaba en Cuba, Pérez Prado recibió una invitación del cantante Kiko Méndive, también cubano radicado en México DF. No lo pensó mucho. Allá contrató como vocalista a Benny Moré, conocido en el mundo musical como el ‘Bárbaro del ritmo’. En el país azteca, Pérez Prado causó una verdadera revolución musical que exportaría al mundo entero. Gabriel García Márquez dijo una vez que, cuando llegó a México, el mambo «dio un golpe de Estado contra todos los ritmos». Fue el primer ritmo cubano que se impuso comercialmente en Norteamérica y Europa.

El 12 de diciembre de 1949 se imprimió en México DF el primer disco de 78 revoluciones con dos mambos. En un lado estaba ‘Qué rico el mambo’ y, en el otro, el famosísimo ‘Mambo número cinco’. Ese año se los tocó por primera vez, en el Salón Brasil, para que los bailara el público. Fue un éxito sin precedentes. Después de cada actuación, la gente llenaba de elogios al maestro Pérez Prado. Inmediatamente lo contrataron para tocar en los más importantes teatros populares de la capital mexicana, como el Blanquita y el Margoth. Para Pérez Prado, apodado ‘Cara de foca’ por su paisano Moré, la vida era un mambo.

A las mujeres que lo deslumbraron les compuso sus propios mambos: ‘Irma la de Guadalajara’, ‘Patricia’, ‘Lupita’… También les dedicó mambos a los equipos de fútbol de la Universidad Nacional y la Politécnica, a varias presentadoras de televisión, a los taxistas y a más de una empleada doméstica les compuso un mambo. Igual que hizo con el Himno Nacional de México.

Pero cuando esto sucedió, las autoridades de Gobernación no dejaron que se difundiera. Destruyeron toda evidencia y al músico lo deportaron a su Cuba natal, en 1953.

En la Carpa México

Cuando en 1971 leí en el diario el anuncio de que Pérez Prado se presentaba en la Carpa México, pues bien, ese mismo día de diciembre fui a ver al ‘Cara de foca’.

El show empezaba a las tres de la tarde y continuaba hasta las diez de la noche. Eran las dos cuando me ubiqué en primera fila, en unas sillas plegables incómodas para un espectáculo de siete horas.

El programa, desde el inicio, era muy atractivo, un deleite total, para gozar con todos los sentidos. Cuando pasaron dos horas de ese desfile artístico, pensaba en no irme de allí hasta que me botaran.

Para cerrar la primera tanda, se abrió por enésima vez el telón y apareció el maestro Pérez Prado con su orquesta y bailarinas. El músico se desplazaba de un lado a otro moviendo sus pequeños brazos y manos de arriba a abajo o a los costados como si fuera un mago. Las bailarinas con muy poca ropa, unas rubias y otras morenas, se movían como gacelas en celo. Nunca he visto una gacela, peor en celo, pero creo que así deben ser. Parecían caminar en el aire.

Y aunque el ambiente estaba cargado de un ritmo capaz de hacer bailar a un paralítico, la gente permanecía inmóvil. Yo miraba a un lado y a otro. Todas las personas tenían la misma expresión, con los ojos muy abiertos y la mirada fija en la pequeña humanidad con cara de foca que de vez en cuando soltaba con fuerza un gruñido que sonaba parecido a un ¡Uuuu!

Estaba vestido de blanco. Su saco lucía muy largo para su pequeña estatura. Su cara era del color del chocolate; en su pelo, un tanto ensortijado, se había hecho un copete, traía una minúscula chiva y un bigote que parecía pintado a pincel.

El maestro inició su actuación con el mambo ‘Irma la de Guadalajara’, luego el ‘Cerezo rosa’, ‘El ruletero’…

En los camerinos

Cuando el maestro Pérez Prado terminó la actuación, me propuse ir personalmente a verlo donde estuviere. Desde mi destartalada silla miré las gradas ubicadas a un costado del escenario y hacia allá me dirigí. Todo iba bien. Subía las gradas sin que nadie me lo prohibiera. Cuando pisé tierra, a un costado del escenario, se apareció un guardia de seguridad y me detuvo.

¿Qué se le ofrece? —me dijo.

Soy periodista y quiero ver al maestro Pérez Prado.

El maestro no recibe a nadie, menos a periodistas. Además, está de mal genio.

Después de insistir algunos minutos, me dejó pasar. No fue difícil dar con el músico. Estaba sentado en un taburete en lo que sería su camerino, que no tenía paredes sino cortinas. Me acerqué y lo saludé con cierto temor.

Casi no me paró bola, pero levantó un poco la mirada para verme y como respuesta hizo una especie de gruñido: Ummm.

¿Usted no ha ido a Ecuador nunca? —le pregunté.

Con algo de mala gana, respondió:

Cómo no. Sí fui una vez. Estuve en Guayaquil en 1952. Fueron apenas tres días porque tenía un compromiso en Lima.

Esa fue la única pregunta. Aquello de «soy periodista» fue solo para engañar al guardia. Yo no había empezado mis estudios.

Sesión de fotos

La entrevista había terminado muy pronto. Entonces, alisté mi cámara. Busqué a quien me tomara una foto con el maestro Pérez Prado. Ese alguien, flaco y alto, vestido con traje negro y corbatín, era Celio González, una de las grandes estrellas de la legendaria Sonora Matancera. Celio se reía mientras nos tomaba la foto.

Cuando terminó, Pérez Prado le arranchó la cámara y le dijo: ¡A ver cucaracha! Ahora me toca a mí. Pónganse allí.

Segundos después, sonó la orquesta que acompañaba a Celio. El cantante, también cubano, se arrodilló y se santiguó. Como un resorte se paró y entró casi a trote al escenario y empezó su actuación con esta canción que dice: Vendaval sin rumbo / que te llevas tantas cosas de este mundo

Yo seguía allí. En el área de los artistas. Algunos de los que esperaban su turno habían visto las fotos que me hicieran con el maestro Pérez Prado y Celio González. Se me acercaron para tomarse una foto conmigo. No sabían quién era, pero querían posar. El primero que se puso a la fila fue el baladista Manolo Muñoz, le siguieron los hermanos Martínez Gil, aquellos de ‘Chacha linda’. Después el turno fue de Hernando Avilés, primera voz del trío Los Panchos…

Al final se me acercó un señor de mediana edad que vestía de guayabera. No sabía quién era, pero ya me había resignado a posar con el que viniera. Después de la foto, me preguntó: ¿De dónde eres?

Soy ecuatoriano.

¿De qué parte?

«Si esta gente casi no sabe dónde está Ecuador, peor si le digo mi pueblo», pensé.

De una ciudad que se llama Tulcán, frontera norte con Colombia —respondí.

Se rió con ganas y algo emocionado dijo: «Somos paisanos. Yo soy guayaquileño».

Nos dimos un apretón de manos y no comenté nada, pero pensé que ese mono debía estar ahí haciendo lo mismo que yo. Nada. Pero tiempo después supe quién era el paisano. Había saludado con el empresario artístico de la Carpa México, quien daba trabajo a cientos de artistas, muchos de ellos figuras del cine, la radio y la televisión. Se llamaba Eduardo Jijón Serrano, pero nadie lo conocía con este nombre, sino como Paco Miller.

Eduardo Jijón Serrano (Guayaquil 1909- México 1997) era un ventrílocuo que tenía un muñeco famoso, Don Roque. Se dedicó a este arte quizá más por hambre que por vocación: recorría todos los pueblos de Ecuador con Don Roque en su maletín. El muñeco le daba para comer.

Un día, por los años cuarenta, metió a Don Roque, dos camisas y dos calzoncillos en una pequeña maleta y se fue a recorrer los pueblos de otros países hasta llegar a México. Al principio se presentaba en mercados populares, y luego en teatros de categoría, como el Lírico y el Follies. Lo llamaban el ‘Hombre de las mil voces’. Con el tiempo se convirtió en un importante empresario de espectáculos que contrataba a artistas como Toña la Negra, Agustín Lara, Jorge Negrete o Tito Guízar. Miller trabajó también en una película de Disney.

En una ocasión contrató a un locutor de la radio XEJ, de la ciudad de Juárez, para que trabajara como cómico en los espectáculos que presentaba. Este locutor se llamaba Germán Valdés y tenía un programa jocoso en la radio que se llamaba ‘El pachuco Topillo’. Pero para la primera presentación que debía hacer con Miller pasó a llamarse Tin Tan. A Valdés no le gustó el nombrecito, pero al fin lo aceptó.

Por aquel entonces, en el espectáculo de Miller actuaba también Cantinflas, que aún no era una estrella: cuando entraba Germán Valdés a la compañía, Cantinflas pasaba a un segundo plano. Era 1943.

Cuando la tarde ya se estaba vistiendo de negro, empecé mi retirada. Pasé por el sitio donde aún estaba sentado el gran Pérez Prado y sin darle la mano le dije: ¡Adiós, maestro!

Me respondió con esa misma especie de gruñido con la que me recibió: Ummm.

En la calle, antes de tomar el bus hacia mi casa, caminaba moviendo los brazos, la cabeza, las piernas. Todo. Dirigía mi propia orquesta personal. La gente que me miraba apresuraba el paso. Me dio vergüenza y rápido tomé el bus.

Ya en el vehículo me pregunté qué habrá pensado el maestro Pérez Prado de mí. Posiblemente nada, y si lo hizo, habrá dicho que no era más que un mambo.

Uno, dos, tres, cuatro, cinco: ¡Maaambó!